Había leído la Biblia, la Divina Comedia de Dante Alighieri y otros textos que le ayudaban a imaginar la geografía del paraíso y del infierno. Sin embargo, atravesado por la llanura delas pampas y unas pocas sierras, la versión final del sacerdote de esos lugares, franqueados por el limbo, era muy rara. Los domingos castigaba con severidad a los pecadores que se confesaban y los mandaba a estar en el fondo del templo. Se paraba en la entrada de la parroquia para revisar sutilmente el vestido de cada mujer y observar que ninguno convocara al escándalo. En caso de encontrar algo que no entraba en su canon de moralidad hablaba con la señorita y la enviaba nuevamente a su casa.

La homilía era la parte preferida del sacerdote. Allí la Palabra de Dios tomaba caminos insospechados en la ruta de interpretaciones que el hombre de sotana tenía para su comunidad religiosa. Era un hombre que no tenía paz con nadie, ni consigo mismo. Era un hombre encarcelado en negros hábitos que habían cortado de raíz sus pasiones y sus calores. Allí, en la soledad de la casa parroquial, interpretaba la Biblia muy particularmente. Y, muy de madrugada, cuando el pueblo dormía, subía al púlpito y declaraba su amor a aquella veinteañera que cada domingo se sentaba en la primera fila del templo. Su cuerpo expulsaba el diablo en poluciones nocturnas que no podía controlar porque el sueño lo vencía.

Todos envejecen en los pueblos. Lo que no envejecen son las pasiones. La señorita siguió yendo a misa, aunque iba con dos hijos, porque se cansó de esperar. Nadie puede esperar toda la vida, nadie puede esperar un milagro divino de Dios, si el mismo Dios es quien tiene recluso a un hombre en el templo de mandamientos que secan los cuerpos. Pronto la muerte vendría por uno o por el otro, no importaba el orden. Alguno de los dos llorará en silencio esa pasión que quedó presa del tiempo de los mortales y de una decisión célibe que desmanteló el maravilloso encuentro de los cuerpos.

Han pasado algunos años. En los pueblos, algunas cosas terminan siendo piezas de museo. Son esos objetos los que deben dejar lugar a la modernidad, a nuevas prácticas, a minimalismos que permitan otras visiones del espacio. El púlpito está en un rincón del museo. No hay en la molecular estructura de su piedra un eco de aquellas homilías de reto y castigo, ni de aquellas declaraciones de amor incondicional en la madrugada. Las palabras orales son pájaros que emigran de los espacios y los tiempos. De esos retos místicos desde el púlpito quedan algunos pocos recuerdos en la mente de algunos contemporáneos que siguen esquivando la parca.

Los cuerpos van al cementerio y los objetos a los museos. El sacerdote murió una tarde de noviembre empapado de sudor por una fiebre que nunca pudieron bajar. Murió bajo la mirada atenta de un enfermero y el otro religioso que habitaba la casa. Afuera el pueblo había empezado a cambiar su fisonomía y los vehículos ganaban las grandes avenidas. La mujer lloró mientras se duchaba. Luego tomó aquel viejo vestido de joven y se lo puso para asistir a la ceremonia religiosa en la que despedirían al sacerdote. Pese a los años, había conservado su delgadez y la esperanza de un encuentro. Había soñado siempre con esas caricias y besos tan deseados. Había deseado un tiempo juntos, aunque eso significara el escarnio público o aquel infierno que tan bien detallaba el sacerdote en las homilías. Sin embargo, todo eso había quedado en la tierra de los apetitos no saciados.

El pueblo la ve caminar todos los días. Lleva en su mano un rosario que reza con vehemencia. No hace otra cosa que rezar. Dicen que la esquiva hasta la muerte y debe ser verdad porque tiene cerca de 110 años. Su piel sigue pareciendo de porcelana, es como si se hubiese quedado en un tiempo, detenida, congelada por algún hechizo o brujería.

Por las noches, cuando el pueblo duerme, ella va hasta el museo. Ingresa por un lugar que conoce y trepa hasta el púlpito. Se queda sentada allí hasta la madrugada, quieta, como mirando la nada. A veces sonríe como si palabras del pasado regresaran por ella. Y después, vuelve al rezo como si eso pudiera acabar con todos los templos que se construyen para castigar el llamado de la carne, del cuerpo y el deseo.