Dicen que los cumpleaños traen consigo cambios...

¿Pero cambios de estación? ¡Eso es otra cosa!

Mi cumpleaños es como un viaje en el tiempo cada año. Mientras en Argentina lo celebraba bajo un sol que derretía el asfalto (¡sí! El de la calle Mitre, a la vuelta de casa) y en compañía de amigos, aquí en Inglaterra me recibe un invierno gélido y la nostalgia de charlas y risas interminables. Sin embargo, esta aparente contradicción me ha llevado a descubrir una nueva forma de celebrar la vida, una que valora tanto los recuerdos del pasado como las experiencias que me trae el presente.

Trabajar en Navidad se convirtió en la nueva tradición de mis cumpleaños, un desafío que me obligó a reinventar mis celebraciones. Pero el tema del que quiero hablarles hoy es otro...

Mucha gente, a lo largo de los años que llevo viviendo aquí, me ha preguntado si me costó adaptarme, a lo que respondo, con mucha seguridad: "¡No, fue como si hubiera vivido siempre aquí!" Sin embargo, hay algo a lo que, sí, (¡lo reconozco!) me ha costado acostumbrarme y es a los cambios de estación.

¿A qué me refiero con esto? A que yo siempre celebraba mi cumpleaños con 38-40 grados C de calor (en todas las fotos salía con los cachetes colorados) y ahora, cae en un invierno nevado, con 5-3 grados C de temperatura, me cuesta asimilarlo. He aceptado la Navidad Blanca, ¡pero no mi cumpleaños!

Así como me parece extraño que, en invierno, a las 15:50 anochezca y a las 17:00 esté completamente oscuro. Y en verano, el atardecer todavía se puede ver en el horizonte hasta pasadas las 22:00.

En cambio, la primavera tiene una "puntualidad inglesa". Los brotes estallan en una explosión de color, exactamente el 21 de sept... marzo (¿ven? ¡casi dije septiembre!)

El verano, al contrario de lo que lo imaginaba, es bastante caluroso. Por ejemplo, cuando hace 25 grados C, equivale a unos 32 C en Argentina. Y otra curiosidad es que el sol, a las 06:30, está alto en el cielo como si fuera mediodía.

Y luego llega mi estación favorita (de siempre) con una combinación de colores ocres, marrones, amarillos, naranjas y rojizos que se trasladan no solo a los parques y veredas de la ciudad sino también a la decoración de las casas, puertas y ventanas. Los aromas son chocolate caliente con copos de malvavisco medio derretidos, canela y café con un toque de sabor a calabaza especiada (¡ese me llevó un tiempo probarlo!), vino caliente, aromatizado con canela, clavo, cardamomo, anís estrellado y jengibre; y el agregado de cáscara y jugo de naranja y/o limón, para calentar la garganta, en época navideña, mientras se escuchan villancicos en la calle y se enciende el árbol de Navidad en la plaza central del pueblo. (Pero de eso hablaré en otra ocasión)

Así, mi cumpleaños se ha convertido en un ritual de introspección, un momento para celebrar no sólo un año más de vida sino también la transformación que supone vivir en un lugar tan diferente. Cada vela que apago es una promesa de seguir explorando, aprendiendo y de encontrar la belleza en lo inesperado. El cambio de estaciones me recuerda que la vida es un fluir constante, un ciclo de comienzos y finales. Y aunque ahora mi cumpleaños se celebre en un frío invierno, encuentro en él una nueva forma de celebrar la vida. Porque al final, lo que importa no es dónde estamos ni el tiempo que hace, sino cómo vivimos cada momento. Y yo, con mi taza de té caliente y una sonrisa, celebro este nuevo cumpleaños, que me conecta con mis raíces y a la vez me abre a nuevas experiencias.

Cada cumpleaños es un hito, una marca en el camino recorrido. Para reflexionar sobre lo aprendido y los sueños que quedan por cumplir. Pero lo más importante, los afectos a la distancia que entibian mi corazón en este frío invierno de diciembre.